martes, 23 de octubre de 2012

REALIDAD RITUAL


¿Vivimos en una sociedad sustentada por la mentira? ¿Os habéis preguntado alguna vez cual es vuestra media de fingimientos diarios?
Tomemos como prueba un día cualquiera desde primera hora de la mañana. Abro el oído a las 6:30 AM y me despierta el rotundo vozarrón de “mi” locutor de radio. Continúo por unos instantes instalada en el duermevela. Mi onírica situación me lleva a fantasear con la posibilidad de que el bulto que ronca a mi lado sea el afamado locutor, pero la intervención de una voz femenina en el desarrollo de una noticia me hace presumir que he sido partícipe de un trío: bueno, si es con él… Repentinamente, desciendo del Edén y me veo junto a Luis; el pobre está reventado de la paliza que se pegó ayer en el trabajo y ronca como un bendito. Con mucho pesar por el brusco abandono de tan grata compañía (la del locutor, lógicamente), me incorporo lo suficiente para despertar a Luis formulándole al oído la pregunta de rigor.
– Buenos días, cariño. ¿Te duchas tú primero o voy yo?
Luis se da la vuelta profiriendo unos sonidos guturales que me recuerdan a la berrea de un ciervo en celo; deduzco que me cede el honor de calentarle el cuarto de baño. Justo antes de lanzar mi parte del edredón a su lado, un tremendo rugido surge de las mismísimas entrañas de la cama. Ha sido tal el estruendo y subsiguiente hedor, que no dudo en que tal actitud sea constitutiva de delito. Finjo no haber oído nada, empecemos bien el día. Me desnudo y, antes de la ducha (que el pelo mojado pesa mucho), reto un día más a la báscula: cien gramos más que ayer. Finjo no verlo, pero enseguida reparo en que es absurdo, prefiero pasar a la autoexculpación: “Anoche bebí mucho agua”, intento mentirme mientras mi otro yo hace memoria de lo sabroso que estaba el bocadillo de jamón que me preparó Luis (que otra cosa no tendrá, pero prepara unos bocadillos de jamón con tomate…). Salgo de la ducha y entro desnuda en la habitación; finjo no ver la erección que luce Luis: “No estamos ahora para esas, Luisito”. Cojo unas braguitas de lunares, pero inmediatamente corrijo y las cambio por un tanga color carne, he pensado que me voy a poner los pantalones blancos y la blusa estampada con el sujetador que convierte mis dos pellejillos en algo que parecen pechos, quizá hoy vaya a la oficina el informático para lo del intranet y me apetece que me vea guapa. Es un manazas con los ordenadores, pero el tío está de rechupete y hay que regalarse la pestaña de vez en cuando. Luis aún se está levantando cuando yo ya estoy lista. Aprovecho el instante que deja de rascarse los genitales con ostentosa notoriedad para darle un beso de despedida.
– Hasta luego, cariño. Haz la cama antes de salir.
– ¿Dónde vas tan maqueada?
– Tengo una reunión con los plastas de Madrid.
– Hum, ten cuidado con el coche.
Como habréis observado los más avezados lectores, en este primer tramo de la cotidiana vida de cualquier mujer ya se han dado algunos indicios, si bien es cierto que leves, de la cuestión que nos ocupa. Prosigamos.
Después de aparcar, me dirijo a buen paso hasta la cafetería que tenemos justo enfrente de nuestras oficinas. Cuando entro, Julián, el camarero, me mira de arriba abajo con un esmero que no sé si achacar a su falta de entendimiento o a la desfachatez de su carácter.
– Vamos ya… lo más bonito de todo el barrio. ¡Uno con leche desnatada y sacarina! –le grita a su compañero mientras fija definitivamente su errática mirada en mis tetas.
– Gracias, Julián –le contesto con una sonrisa más falsa que la declaración de bienes de un Concejal de Urbanismo.
En la cafetería entra Sole, la responsable de compras de la empresa.
– Buenos días, que guapa estás hoy –dice mientras escruta mi atuendo.
Sole emplea un tono en su aseveración con el que engañaría a cualquier interrogador de la antigua Brigada Político–Social, pero a mí no. Yo sé bien lo que piensa, pero le perdono, pobrecilla, bastante tiene con lo de su cara.
– Gracias cariño. Tú también te ves muy favorecida. Debe ser la primavera, que nos altera la sangre.
– Será –remata con desánimo consciente de lo suyo.
Terminamos el frugal desayuno y nos dirigimos a nuestra oficina. Es una empresa de materiales plásticos; nada que colme mi creatividad ni dé rienda suelta a mi espíritu bohemio, pero es lo que hay. Entré en ella como administrativa hace diez años, al poco de terminar la carrera de Administración y Dirección de Empresas, ahora soy ejecutiva de cuentas de la zona sur de la Península Ibérica y Marruecos.
Entro en la oficina y ya están allí los tres administrativos: Andrés, Rafa y Dani. Dani es el último que se ha incorporado a la empresa, y el que con más descaro nos mira el culo a todas. Sole dice que no le soporta, pero le ríe sus gracias; la pobre, con lo suyo… Yo tampoco le aguanto, es un tipo seboso, casposo, empalagoso y lo peor: no tiene ni puñetera idea de trabajar. Pero todos estos “encantos personales” se ven adornados por una circunstancia que delimita nuestra animadversión hacia él: es sobrino de don Emilio, el gerente, y como tal, ya se oyen rumores de un ascenso inminente; oremos al Señor para que algún día llegue el fin de tanta injusticia. Al tal Dani le pido un informe de la facturación de uno de nuestros más importantes clientes. Con una mueca que desborda estulticia me contesta que no conoce tal empresa, que si se lo puedo solicitar por escrito. Con mi característica sonrisa (ya saben, la de la declaración de bienes de…), le digo a Rafa que si puede preparármelo él, que tengo un poco de prisa para llevarme el dossier a la reunión. Rafa, que el pobre es feo como un demonio, pero trabaja que parece mentira que sea hombre, pretende reventar la cabeza de Dani con su mirada, pero esta sale indemne del ataque seguramente debido a su extrema vacuidad. En un santiamén, Rafa me tiene preparado el informe sobre la mesa.
– Muchas gracias, cariño, no sé qué sería de mí sin ti –le digo, pásmense, con la mayor de mis sinceridades; he de aclarar que esta empatía con Rafa viene de largo, desde que me presentó a su novio: un tipo encantador.
Ya lo tengo todo preparado sobre mi mesa a la espera de que don Emilio dé su orden para subir a la sala de reuniones, tres plantas más arriba. En ese instante llega el informático con su polo ajustado, sus brazos hercúleos al tiempo que sensuales y delicados, ese culito respingón… Yo me hago la encontradiza, simulando indiferencia pero provocando notoriedad. Paso junto a él con un montón de carpetas de atrezo que apenas se sostienen en mis brazos. No hay suerte, el tío ni me mira. Entra Rafa en el despacho y le saluda con efusión propinándole dos sonoros ósculos. Claro, cómo iba a mirarme.
– ¿Tenéis todo listo? –pregunta el gerente desde el pasillo.
Suelto el montón de carpetas en el suelo, cojo mi portátil y me dirijo al rellano de la escalera.
– Gloria –me dice el gran jefe–, he pensado que sería bueno que nos acompañara Dani a esta reunión.
– ¡¿Dani?! –por un instante se me pasa por la cabeza mandar a la mierda a don Emilio, pero, inmediatamente, pienso en lo contento que está el del banco cuando todos los finales de mes descubre que me “realizo” como mujer y pago la hipoteca con mi nómina– Claro, claro, sería bueno.
Mi cinismo tiene sus límites y en esta ocasión estos me impiden siquiera esbozar la sugerencia de una sonrisa. Con gesto grave me dirijo a la escalera.
– ¿No subes en el ascensor con nosotros? –me pregunta don Emilio compartiendo con su sobrino una mirada a mi culo.
Vuelvo a pensar en el del banco y me esfuerzo en sacar una sonrisa de donde no la hay; esta sí que es falsa, espuria, hipócrita, tan increíble como artificiosa.
– No, gracias. Prefiero hacer un poco de ejercicio.
Cuando llego a la sala de juntas veo a Cris, la ejecutiva de cuentas de la zona norte, hablando con Sole. Hacía mucho que no venía por la central, al menos un año; la pobre sigue tan gordita como siempre.
– Hola Cris, guapetona –le digo mientras nos damos dos besos cuñaderos–, estás más delgada.
– No, ¿sí?, ¿tú crees? –dice mientras se palpa los michelines al tiempo que piensa que soy una zorra por llamarla gorda delante de todo el mundo– Pues tú sigues igual de guapa que siempre; hija, que envidia –simula bajar el volumen de sus voz para que parezca una confidencia–, ya me gustaría a mí tener los pechos como tú, pero con estos cántaros…
Lo sabía, sabía que su venganza sería rápida. Cris es una mujer muy inteligente y de reflejos insuperables, una eminencia, pero una eminencia malvada.
– Hay hijas –tercia Sole–, a mí sí que me dais envidia: yo estoy a dieta desde que empecé con la menopausia y sólo he perdido tres kilos –dice, ella sí, regodeándose en su delgadez; pero claro, bastante tiene con lo de su cara, la pobre...
– Pero, tú estás muy cambiada –dice Cris, que tiene para todos–, desde que te has arreglado la boca…
– ¿La boca? No, pues no me he hecho nada –aclara Sole, afligida.
Terminamos con nuestros navajazos e interrumpimos la siempre interesantísima conversación que mantienen los hombres.
– Bueno –digo con ímpetu–. ¿Trabajamos un poquito?
La reunión se alarga más de lo previsto, nos da la hora de comer y aún quedan algunos temas importantes que tratar. Decidimos comer en el bar de abajo.
A estas alturas de la somera narración de cualquier día laborable de una mujer, ya se han podido observar innumerables casos en los que el disimulo, la hipocresía, el fingimiento…, llamadlo como queráis, se han dado con una normalidad convivencial. Continuemos.
Yo entiendo la comida de trabajo como una mera merma del hambre, para que el estómago se entretenga y así deje trabajar a la cabeza y, por supuesto, con agua. Concepto totalmente distinto, se diría que opuesto, al que tienen los elementos masculinos de la empresa. El gerente se ha zampado un plato de salmorejo con langostinos de primero, y un platazo de rabo de toro con guarnición de patatas a lo pobre (paradojas de la vida) de segundo, todo ello regado con abundancia (incluso anegado) por un buen tinto de la tierra. A su zaga va el de Madrid: este, menos tragón, sólo se ha empleado, eso sí, a fondo, con el rabo de toro. A medida que va disminuyendo el vino de las botellas, se van incrementando las risas estruendosas, los sofocos descorbatados y los comentarios rijosos que tanto Cris, como la pobre Sole o como yo misma, aguantamos con una media mueca de sonrisa tatuada en nuestra cara. Esto va empeorando, después del vino de la comida han llegado los licores del postre, después, “venga, un cubatita para que entre todo bien”, dice el de Madrid recalcando la obvia doble intención de su grosero comentario; sobre todo, viniendo este de quien viene, si eso me lo hubiera dicho el informático…, o “mi” locutor matutino…, bueno, o mi propio marido; pero que me lo diga este impresentable me provoca náusea. Las tres mujeres compartimos miradas de complicidad y Cris, con una de sus sonrisas, decide dar por terminada la comida de trabajo.
– Bueno señores, yo creo que lo que faltaba por tramitar podemos hacerlo nosotras. Les dejamos.
Con ciniquísimas sonrisas por nuestra parte, nos levantamos de la mesa oyendo algún lejano y etílico comentario sobre los culos de las tres. Lógicamente, lo ignoramos y continuamos nuestro camino a la oficina.
Como habréis podido observar, el muestrario de fingimientos e imposturas es casi infinito. La jornada ya está a punto de finalizar, pero no por ello la bigardía. Llego a casa hasta las narices de sonrisitas fingidas, elogios desleales y adulaciones espurias. Me quito la blusa estampada, el sujetador negro (que me tiene las tetas aprisionadas hacia arriba para que parezcan algo), el pantalón blanco y el tanga color carne, casi mimetizado con mis partes íntimas. Tanto esfuerzo para que el informático ni me mirara. Me doy una duchita rápida y me pongo las bragas de cuello vuelto que tanto odia mi marido y una camisola ya casi transparente de tanto uso. Me despanzurro en el sillón con el mando de la tele en la mano esperando a que llegue él. A ver si tengo suerte y le apetece hacer un par de bocadillitos de jamón con tomate. Luis llega al instante.
– Hola mi amor –le digo desde el salón.
– ¿Qué tal el día?
– Mal. Los jefes se han emborrachado en la comida y el informático no ha podido arreglarme lo mío. ¿Por qué no haces unos bocadillitos como los de ayer?
– Voy –contesta lacónico.
Oigo trasteos en la cocina y Luis me lanza un aviso.
– ¡Niña! Hace mucho que no me amas.
Es su modo de decirme que su erección matutina no fue por casualidad.
– Hazme bien el bocadillo y después te recompenso.
El bocadillo está delicioso, como de costumbre. Aunque yo no estoy muy inspirada, no soy mujer de ir dejando deudas, recogemos lo de la cena y nos metemos a ver la tele en la cama. Él comienza con las caricias, las cosquillas, los arrumacos…
– ¿Te doy un masajito en la espalda? –me dice al oído.
– Vale, pero con los calzoncillos puestos.
– Así no tiene gracia.
– Pues es lo que hay.
Empieza a estrujarme la espalda y yo comienzo a encontrarme más predispuesta. Ya lo dice el refrán: “Aquello es como el rascar, todo es empezar”. Pero heme ahí que al ratito de emprender aquel encuentro íntimo con mí marido, un despiste se apodera de mi concentración y brotan en mi mente los recuerdos del espectáculo de la comida. Toda mi inspiración se va a hacer puñetas, ahora estoy como para ver el telediario, pero me da reparo dejar a Luis a medio rascar. Prosigo con los jadeos y los movimientos convulsos más falsos que un euro de madera, intentando que él no note mí distracción. Empiezo a plantearme que, además de tener que planchar mañana sin falta, soy idiota, si no me apetece rascar, pues no me apetece, aunque estemos a mitad de camino. Estoy hasta las mismísimas narices de andar fingiendo todo el puñetero día para que los demás se encuentren más cómodos a costa mía, se acabó, se acabó y se acabó.
– ¡Se acabó! –grito al oído de Luis.
– Pero, cari… ¿Qué te pasa? –dice con una cara de susto y un patetismo en su aspecto, que hay que estar muy enamorada de él para no morir de la risa.
– Que ya está bien, que se acabó, que estoy harta de andar fingiendo todo el día.
– Tienes razón, cari. Vamos a dormir. A mí tampoco me apetecía mucho.
La reacción de Luis me sorprende, ¿será ahora cuando finge él o fingía antes?
En cualquier caso, es buen punto para concluir esta jácara ofreciendo una oportunidad a los sueños para que, desde su impunidad, conviertan lo fingido en real y lo cierto en simulado.

1 comentario:

  1. Hola, es un fiel reflejo de la mayoría de los matrimonios, sí, pero no me siento identificada porque esos son justamente los síntomas que me encienden la alarma para levantar vuelo, una y otra vez...

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