martes, 6 de noviembre de 2012

QUÍTESE LAS GAFAS DE NO VER

Hacía algún tiempo que venía advirtiendo molestias en la vista, pero todo el mundo me decía que era algo normal, que a partir de los cuarenta la presbicia empieza a hacerse notar. Lo cierto es que, al principio, sólo lo notaba cuando había mucho trabajo en la oficina; sobre todo a fin de mes, cuando ingresaban todas las nóminas y el banco parecía una estación del metro. Era entonces cuando aparecía esa especie de nube que distorsionaba mi campo de visión. Así estuve al menos de dos años, pero aquello cada vez iba a más. Empecé a sospechar que no eran los síntomas de una presbicia cuarenteña al uso. Mayte me decía que fuéramos a la consulta de un excelente oftalmólogo en el que toda su familia depositaba una confianza ciega, pero yo no hacía más que dar largas al asunto, hasta que un día me asusté de verdad. Fue uno de los primeros expedientes de desahucio que se tramitaron en aquella oficina. Se trataba de un matrimonio entrado en la cincuentena: después de no ser capaces de torear una racha de mala suerte, se vieron en la calle. El día que tuve que acompañar al director de la oficina al juzgado, cuando atravesamos el arco de seguridad de la entrada, me deslumbró una especie de fogonazo, como un flash que dejó en mi retina la impronta de unos niños malcomidos y malvestidos; demacrados y sucios: un espanto. Fueron sólo unos segundos,  pero más que suficientes para empapar mi alma de desolación y desasosiego. Cerré los ojos y sacudí la cabeza, cuando los abrí de nuevo todo había vuelto a la normalidad. Después, estuve unos cuantos días con el temor de que volviera a sucederme aquello; por supuesto, no le comenté nada a Mayte, sólo faltaba, no me hubiera dejado en paz ni un solo instante hasta que hubiera conseguido arrastrarme a la consulta de su oftalmólogo. Lo dejé estar e intenté olvidarlo sobrellevando las leves neblinas visuales; esas persistían a diario. Otro susto no tardó en llegar, pero este en el lugar más insospechado: en mi propio portal. Entré en él como todos los días, en torno a las tres y media de la tarde, vi a dos operarios de la compañía eléctrica precintando un contador, el del tercero C, Roberto y Tina. Pensé que se habrían mudado y que habrían dado de baja la luz; pero entonces llegó el segundo fogonazo, otro flash que marcó una nueva impronta en mi fondo de ojo. Este fue mucho más escalofriante que el anterior; en este vi claramente el rostro de tres niños llenos de mugre, arrinconados entre una maraña de cartones y trapos, hundidos en el fondo de un callejón. Eran los hijos de Roberto y Tina. Me miraban con ojos tristes, doloridos, ojos de desamparo. Aquella visión no la resistí, cerré mis párpados con fuerza y agité la cabeza. No podía ver aquellos niños así, eran los amigos de mis hijos, sus compañeros de clase, de juegos, y lo serían de las confidencias adolescentes. Imaginarles en aquella situación fue un choque emocional demasiado fuerte. Cuando entré en casa le pregunté a Mayte si sabía algo de nuestros vecinos.
— No, la verdad es que últimamente he visto a Tina muy seria, y Roberto tampoco es el mismo desde que cerró su empresa. No sé si subir y preguntarles…
— ¡Anda ya! Qué vas a preguntar tú a nadie. Serán tonterías mías.
Mayte calló y se quedó mirándome fijamente.
— Lo que tenías que hacer es ir a la consulta de don Laureano -dijo finalmente.
Decidí plegarme a su insistencia, consideré que quizá Mayte tuviera razón, quizá debería ir al oculista, aquello empezaba a sobrepasarme. Cada vez eran más los vecinos del barrio que proyectaban en mi retina sus desesperadas situaciones.
Por fin llegó el día de la consulta. Don Laureano aparentaba tener más de setenta años, diría que quizá llegaba a los ochenta. Sin embargo, su porte era el de un tipo enérgico, decidido a seguir aprendiendo en un oficio del que debía conocerlo todo. Su pulso firme; una voz ronca, autoritaria al tiempo que amable; las arrugas de su cara: surcos que la sabiduría fue excavando. Todo ello le procuraba una especie de halo docto que ofrecía de él la imagen de un hombre sabio y bueno.
— Siéntese —me dijo don Laureano cuando entré en aquella sala con las paredes preñadas de imágenes de ojos diseccionados en los ángulos más inverosímiles. Tenía también el típico luminoso con el abecedario, una vieja estantería repleta de libros antiguos, una extraña caja metálica repleta de botones junto a su mesa y algo que me asombró mucho por lo aparentemente inconexo con el decorado que se le supone a una consulta oftalmológica: una vitrina repleta de artilugios antiguos y algo extravagantes: un viejo revolver oxidado, un casco militar (quizá de la II Guerra Mundial), un molinillo de café con la manivela rota, una pluma estilográfica antigua, varios juegos de llaves de automóviles, el velo de un traje de novia… “¡¿El velo de un traje de novia?!”, pensé mientras, con cierto recelo por dar la espalda a aquella vitrina, tomaba asiento en un butacón reclinable.
— Veamos, veamos, veamos… ¿Qué le ocurre, amigo? —me preguntó con tono neutro.
Yo no sabía como explicarle lo que me pasaba. Pensaba que si le decía lo que de verdad me ocurría, me tomaría por un loco o por un hipocondríaco con ganas de llamar la atención.
— Pues, es algo raro..., es como si viera una neblina muy deslumbrante, como si recibiera un fogonazo de luz que distorsionara mi visión.
Don Laureano succionaba sin parar una pipa, naturalmente vacía, en cuya enorme cazoleta se podía ver tallado un compás y una escuadra, en clara alusión a la simbología masónica; entretanto, parecía escuchar con atención lo que yo trataba de explicarle. Lo hacía con gesto meditativo, como si en realidad estuviera reflexionando, por lo menos, sobre el inicio de la civilización occidental. Después de unos breves instantes de silencio, levantó su nívea cabeza y, mirándome a los ojos, me lanzó una pregunta que a mí se me antojó casi impertinente.
— Bien, bien, bien… Veamos, amigo. Se considera usted de derechas o de izquierdas.
— ¿Cómo?
Don Laureano hizo un leve gesto de incomprensión y, abriendo un poco sus manos al tiempo que arqueaba las cejas, repitió la pregunta.
— Que si se considera usted de derechas o de izquierdas. Entiendo que la cuestión no es sencilla, pero sí clara, ¿verdad?
— Sí, sí, disculpe. Pues... yo soy apolítico.
— Bien. Entonces, ponemos una equis en el Valencia - Español, ¿no?
¡¿Estaba rellenando una quiniela mientras me pasaba consulta?! Aquello terminó por descuadrar mis esquemas. Yo no sabía qué debía hacer. Por lo visto, aquel don Laureano era una eminencia, pero yo, dentro de mi ignorancia oftalmológica, diría que estaba tomándome el pelo. Apretó uno de los botones de aquella extraña caja metálica y continuó como si nada.
— Bien, bien, bien… Veamos joven. ¿Y qué más me cuenta?, además de esos fogonazos de realidad futura que su imaginación le impronta en la retina. ¿Ve algo más extraño?
Volvió a sorprenderme, yo aún no le había dicho nada de las imágenes que se me representaban; sin embargo, don Laureano había dado en el clavo al describir mi problema visual como “fogonazos de realidad futura”. Otra vez dudé que contestarle.
— Pues..., que cada vez son imágenes más realistas y con mayor dramatismo.
— Bien, bien, bien... Entonces, marcamos a la izquierda en el Barcelona - Sevilla. Un uno, ¿verdad?
Yo asentí ante lo insólito de la situación. Se giró de nuevo hacia su caja metálica y apretó otro botón. Estuve tentado de levantarme e irme a la calle justo cuando fue él quien me ganó la iniciativa. Se levantó con una agilidad impropia de su edad y se dirigió hacia una estantería repleta de libros antiguos que tenía a su espalda.
— Veamos, veamos, veamos… —decía mientras paseaba su dedo índice por el lomo de unos tomos rancios que yo antes imaginé de atrezo— Este nos puede servir: “Oclusión o variación de la realidad por fluctuación cromática”. Hay quien asegura que don Pedro Calderón tomó como referencia este libro para decorar su: “La Vida es Sueño”, pero yo no lo creo. Si hubiera sido así, no habría titulado su obra de ese modo. “El destino está en el iris”, hubiera sido más acertado, ¿no cree, joven?
Yo, ni creía, ni dejaba de creer; lo que quería era que don Laureano me graduara la vista de una santa vez y poder salir corriendo de allí sin ganarme los reproches de Mayte, que esperaba fuera de la consulta.
Mientras don Laureano ojeaba el libro con fruición y continuaba apretando botones en su caja “mágica”, yo admiraba el laborioso labrado de la cazoleta de su pipa que continuaba succionando con vacuo deleite.
— No, no; no crea que yo soy masón, joven —dijo mientras tomaba algunas notas—. Esta pipa me la regaló un antiguo paciente en agradecimiento al tratamiento que le administré para curar una dolencia rarísima. Aquel pobre hombre veía a un extranjero en cada persona que se cruzaba con él; hasta el punto que a sus propios hijos pretendía desterrar de España. Era un hombre muy influyente. De no haber sido por aquel tratamiento que yo le procuré, media España estaría hoy en Francia o Portugal, menudo era. Bueno, esto ya está —dijo mientras cerraba el libro y presionaba el botón más grande de aquella extraña caja—. Sólo tiene que elegir la montura que prefiera, los cristales de las gafas estarán listos en menos de diez minutos.
— Pero… ¿y los ojos? Me tendrá que mirar los ojos, ¿no?
— Ah, sí, sí, sí, hijo, claro, por supuesto. Es que tiene uno tantas cosas en la cabeza…
Don Laureano se aproximó al butacón en el que yo estaba sentado, agachó su cara hasta situarla justo frente a la mía y dio su veredicto.
— Sí, sí, hijo, muy bonitos sus ojos; un iris precioso, que mezcla de colores tan armónica.
Aquello ya pasaba de castaño oscuro, definitivamente me estaba tomando el pelo, pero yo me armé de paciencia y decidí que tenía que seguir con aquella farsa, aunque sólo fuera por Mayte: la pobre había puesto todo su empeño en que viniera a este… ¿oftalmólogo? No quería defraudarla.
Por supuesto, me dispuse a escoger la montura más barata; total, para tirarla al cabo de un rato no quería gastarme mucho dinero. Pero otra vez se anticipó a mí don Laureano.
— ¿Por qué no coge otra montura un poco más elegante? Sé que está pensando que tirará las gafas en cuanto salga de aquí, pero yo le aseguro que las llevará puestas con mucho agrado el resto de sus días. Eso sí, deberá hacer caso de mi consejo.
— Claro don Laureano, no se preocupe que haré caso de su consejo —le contesté con el mayor de mis cinismos— ¿Y cual es ese consejo?
— Luche contra la indiferencia. Recurra a la empatía en sus actos más cotidianos y lo que vea con las gafas terminará por no ser cierto. Nada más.
Una vez tuve las gafas preparadas, le pregunté a cuanto ascendía la factura y si podría pagarla en dos plazos.
— No, no, no, joven. Usted no tiene que pagarme nada. Si lo estima necesario, puede regalarme algún objeto que usted no utilice y lo colocaré en la vitrina.
Nuevamente consiguió sorprenderme aquel hombre; pero enseguida pensé que su engaño había sido tan burdo, que le dio vergüenza intentar estafarme económicamente. Por darle gusto, me coloqué aquellas gafas de vidrios coloreados y salí de la sala de consulta para dirigirme al recibidor donde debería esperarme Mayte. En su lugar había una pobre mujer con la cara demacrada de sufrimiento y con unas profundas ojeras, sentada junto a un chiquillo claramente desnutrido, con las ropas raídas y los bajos de los pantalones a cuatro dedos de unas zapatillas desvencijadas.
— Disculpe ¿Ha visto si ha salido fuera una señora que esperaba aquí?
— ¿Pero qué dices? Ay, de verdad, cada día estás más tonto —gruñó Mayte mientras se levantaba con el pequeño de sus hijos cogido de la mano.
      
 Por Diego Pérez

Colaborador de Liebanízate

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