domingo, 7 de octubre de 2012

EL PODER DE LA LENGUA

Desde que me propuse escribir mi tesis sobre la influencia del lenguaje en la evolución social de los pueblos, rara era la semana que no acudía allí para consultar alguno de los códices que sólo en aquella añeja biblioteca de la Universidad se podían encontrar. En aquella ocasión le pedí al encargado que me facilitara una de las más antiguas reproducciones de las "Etimologías de San Isidoro". Esto le extrañó sobremanera, nunca, en sus más de cuarenta años de servicio en aquella ratónica biblioteca, le habían pedido aquel antiquísimo ejemplar. Me miró con gesto condescendiente, se separó de la mesa arrastrando su silla con cuidado y, con un ademán de su mano, me indicó que le siguiera. Cuando caminábamos por el enorme pasillo central, repleto de infinitas estanterías engalanadas con una exuberante colección de lomos multicolor, tuve la sensación de ser el explorador que se adentra en una espesa selva virgen; en ese instante, el anciano bibliotecario detuvo sus renqueantes pasos y se volvió hacia mí.
- Joven -me dijo en un susurro mientras atravesaba mi alma con la mirada de unos ojillos vidriosos semiocultos por unas minúsculas gafas-, veo que usted tiene mucho interés por nuestra Lengua. ¿Me permite que le haga una pregunta?
Me sorprendió aquella curiosidad que el viejo bibliotecario, al que yo suponía de vuelta de cualquier acontecer académico, mostraba ante mi prurito filológico; obviamente, yo estaba encantado de poder saciar su curiosidad.
- Por supuesto, pregunte lo que quiera.
- ¿De qué se trata? -inquirió sin más rodeos.
Mi ego subió como la espuma de leche hirviente. Que aquel hombre, al que toda la Universidad tenía por venerable, se interesara por mi trabajo, sólo podía indicar que yo iba por buen camino.
- Es un proyecto muy ambicioso. Quiero enfocar mi tesis hacia la influencia del lenguaje en la evolución de los pueblos; su peso en el ánimo popular cuando estos se ven abocados a crisis de cualquier tipo, ya sean económicas o de valores; aunque, pocas veces se distancian unas de otras -contesté, no sin cierto recelo a su reacción.
El viejo bibliotecario bajó su vista al suelo en silencio, pensativo. Al verle cabizbajo e inmóvil, por un momento pensé que quizá estuviera indispuesto, a su edad... Posé mi mano sobre su hombro por ver si reaccionaba, levantó la cabeza y me atravesó nuevamente con su mirada, pero aún tardó unos instantes en hablarme. Llegó a inquietarme aquella pose en silencio. Tenía la sensación de estar siendo escrutado por aquel hombre, la sensación de tener el alma expuesta a aquel venerable anciano. Con aquella mirada parecía estar rebuscando en cada rincón de mi ser; como si con aquellos ojillos veteranos, sabios, escarmentados de engaños y espurios propósitos, pudiera interpretar mis intenciones.
- Sabe, joven. No sé por qué extraña razón, pero usted me ofrece confianza; quizá me recuerde a mí mismo cuando tenía su edad. También tenía sus ilusiones por poder cambiar algo de este puñetero mundo con la palabra como herramienta. Después, la vida me desengañó. Pero no quiero desanimarle, al contrario…
El viejo bibliotecario silenció nuevamente su discurso para entrar otra vez en aquella especie de éxtasis. Ahora me preocupó menos, supuse que era una forma de recuperarse para continuar con fuerzas renovadas en la exposición de sus reflexiones.
- No sé si debería… -dijo mirando al suelo, como si mantuviera un diálogo con sus pies- ¡Qué diablos! Llevo esperando toda mi vida y nunca he encontrado a nadie tan idóneo como usted; ya no tengo edad para ir dejando pasar oportunidades. Acompáñeme -dijo acelerando el paso con energía-. Lo siento por usted, pero tengo que hacerle partícipe de una responsabilidad que le ocupará el resto de su vida. Sígame, tengo que enseñarle algo que le fascinará.
Naturalmente, aquel anuncio me puso en alerta. No tenía nada en contra del trabajo de bibliotecario, todo lo contrario, siempre me pareció una profesión digna de loa e incluso de cierta envidia, pero mis planes futuros no pasaban por ahí; aún tenía pendiente mi doctorado, y la docencia era un anhelo que comenzó a fraguarse casi en mi niñez; ahora no tenía intención de abandonar aquellos sueños que estaban a punto de tomar forma. Quise interrumpir la ilusionada marcha que inició el anciano bibliotecario, pero ahora, aquel espíritu renqueante con que empujaba sus pasos, se convirtió en un paseo triunfal difícil de seguir.
- Espere, espere un momento, tengo algo que explicarle.
- No se preocupe joven, después me lo explica; si le quedan palabras para ello.
Comenzó una laberíntica yincana de estrechos pasillos, quebradizas escaleras y oscuros pasadizos en la que aquel anciano mostraba una agilidad y destreza muy alejadas de su otra imagen de plácido ratón de biblioteca. Por fin llegamos a una pequeña puerta de madera, apoyó su mano en un candado abrigado por un orín rojizo que delataba su falta de uso, y comenzó a rebuscar en todos los bolsillos de su bata azul marengo. Por fin encontró la llave, la introdujo en el candado y, antes de practicar su apertura, me miró fijamente a los ojos; de nuevo, aquellos ojillos vidriosos se introdujeron en mi alma.
- Sepa una cosa, joven: a partir de ahora, su vida cambiará. Pero no tema, no se arrepentirá de haberme seguido hasta aquí.
Eso lo decía él demasiado seguro de sí mismo, yo ya estaba arrepentido. En realidad me arrepentí en el mismo instante en que partí caminando tras él.
Empezó a manipular la llave hasta que consiguió sacar un “clic” de aquel oxidado candado. Empujó la puerta hasta vencer un ligero atoramiento con su marco y comenzó a vislumbrarse una tenue luz blanquecina. No era una luz que se distinguiera con nitidez, era más como una luminosidad porosa, esponjosa. Era como una emoción, como si lo que se iluminara con aquella claridad flácida fuera el interior mi mente. Empecé a dudar de todo: primero, de mi capacidad cognitiva, no estaba seguro de estar en mis cabales; después, de los propósitos del veterano bibliotecario, quizá fuera él quien tuviera algún chispero en su raciocinio; por último, si los dos estábamos cuerdos: ¿qué demonios era aquella especie de habitación del albor?
- Pase joven, no tema. A medida que avancemos por la estancia se lo iré explicando. Pero, o mucho me equivoco, o usted no necesitará muchas explicaciones.
Me adentré delante de él en aquel algodonado albergue de la nada. Allí sólo se percibían sensaciones, algunas más refulgentes que otras; la mayoría con una luminosidad vaporosa, de una inmaterial textura sedosa, otras con tonos más estridentes. Todas ellas albergaban en su seno un concepto, una idea; no algo definido y tajante, más bien eran las esencias de significaciones. Al observar la luz que desprendían se percibía el alcance del valor conceptual que pretendían irradiar. El bibliotecario enseguida tomó la iniciativa y empezó a aclararme algunos conceptos, o quizá a enturbiarlos aún más.
- Estamos en lo que podría denominarse: Hospital de Palabras. Son palabras necesitadas de una revisión de su sentido. Algunos términos esperan pacientes a que alguien, generalmente algún académico, algún periodista o algún escritor, tome la iniciativa de aplicarle su uso apropiado; incluso algún militar ha tenido el arrojo de apadrinar alguna significación, aunque con escasa o nula aceptación del público; a la postre, es quién acepta o no la sugerencia que desde cualquier ámbito de la comunicación se les ofrece. Mire, mire aquí -dijo señalando un apacible fulgor violeta situado encima de la puerta de entrada-. Esta, por ejemplo, a fuerza de abusar de ella, ha terminado por prostituir totalmente su ánimo. ¿A usted qué le sugiere?
Me quedé pensativo ante aquella pregunta. Su planteamiento era sencillo, pero tenía que interiorizar la respuesta, no quería parecer un patán que suelta la primera tontería que le viene a la cabeza. Miré y remiré aquel centelleo; descubrí que el primer tono violeta que se percibía se fundía en los extremos con chispeantes azules y algún tenue amarillo; también se adivinaban pequeños remolinos de un rojo chillón que eran apagados por apacibles visos rosa. No sabría explicar por qué, pero aquel destello ofrecía una gran sensación de libertad a mi espíritu.
- La libertad -contesté con miedo de paracer cursi.
El anciano, que tenía clavados sus ojillos en los míos a la espera de una respuesta que no le decepcionara, dejó caer sus párpados y bajó la cabeza con gesto abatido. Pensé que mi respuesta no había dado la talla, le había defraudado. Por una parte me alegré, de ese modo me dejaría en paz y podría seguir trabajando en mi tesis con la normalidad de hasta entonces; pero otra parte de mí se entristeció al ver que no había cubierto las expectativas de aquel anciano sabio.
- Lo siento, ¿no era la respuesta que esperaba? -le pregunté a modo de disculpa.
- No, no, no es eso joven, todo lo contrario, me ha dejado usted helado. Este es uno de los conceptos más veteranos del hospital. Cuando entré a formar parte de esta reserva lingüística, nadie encontraba su sentido; todo eran contradicciones entre los miembros aseverativos del centro, ninguno de ellos daba con la clave para identificar con claridad las sensaciones que les procuraba aquello. Unos sentían desazón, otros vértigo, los menos ilusión. Fui yo, seguramente en un alarde de insensatez que sólo mi extrema juventud justificaba, quien descubrí, al cabo de algunos meses de concienzuda indagación introspectiva, que todos ellos tenían razón, que se trataba del concepto Libertad: con los miedos, vértigos y utopías que el término conlleva. Pero lo cierto era que entonces ya estaba muy deteriorado, apenas reconocible. A mediados del siglo pasado, una vez concluida la II Guerra Mundial, se comenzó a dar un abuso desmedido por parte de los poderes políticos vencedores. Todos ellos pregonaban la libertad como seña de identidad de su ideario: libertad corporativa, libertad orgánica, libertad popular, de mercado, de conciencia… Eufemismos que lo único que consiguieron fue prostituir la palabra dejándola vacía de contenido. Aún hoy en día continúan asegurando los políticos que son ellos el ADN del liberalismo social. Y mientras proclaman esto a los cuatro vientos, no hacen sino cortapisar el libre albedrío de sus súbditos, ya no ciudadanos. Y ahora llega usted, echa un somero vistazo, y lo confirma con absoluta rotundidad: la Libertad. Es usted mucho mejor de lo que yo jamás hubiera soñado. Sin duda, usted merece ser el custodio de nuestro idioma, y con ello incentivar la recuperación de aquellos sentidos extraviados o manipulados hasta la nausea.
El viejo bibliotecario silenció su discurso y se quedó mirando hacia aquella nada que teníamos delante de nosotros; sin duda, esperaba una respuesta por mi parte, pero se le notaba acostumbrado a esperar paciente.
Empecé a imaginar la ingente cantidad de términos que habrían de ponerse en cuarentena, y otros muchos que tendrían que salir del cuarto oscuro en que han permanecido durante décadas por imposición mediática o interés político. De pronto, temí que aquella locura me ensoberbeciera, empecé a temer que aquello que yo sentía no fuera más que una fatua vanagloria, una vergonzante jactancia de mí valía, sin duda exagerada. Retrocedí unos pasos y salí en silencio de aquella sala. El viejo bibliotecario me acompañó en mi silenciosa retirada. Tras de mí, esperaba mi respuesta como una sentencia, como si mi decisión fuese la definitiva para el buen fin de toda su trayectoria vital. Yo no me veía capaz de continuar con aquella colosal tarea, y así se lo hice saber.
- Disculpe, señor, pero le aseguro que yo no soy la persona que usted busca. El encargado de semejante alud de responsabilidad ha de ser una persona inflexible en su opinión, de ánimo infranqueable y actitudes dinámicas a la par que resolutivas; yo, a pesar de la imagen que pueda ofrecer de mí mismo, soy: veleta en mis planteamientos, pusilánime en mi carácter y moroso e irresolutivo en mi actitud. Lo lamento mucho, pero, sin duda, mi imagen le ha engañado.
- ¡Perfecto! -gritó el viejo bibliotecario- Además, es modesto en su valía y conoce sus posibles puntos débiles ¡Fantástico! El resto de miembros de la Reserva no pasarán a creerlo.
Mientras decía esto, casi a voz en grito, se desabotonaba exultante su bata azul marengo en lo que me pareció un gesto de traspaso de poderes. Terminó de quitársela y la posó sobre mis hombros; aquello me inmovilizó. Aquel paño azul, que ahora no era más que un trapo viejo descansando sobre mí, debía retomar su valor y comenzar a trabajar, no ya en la salvaguarda de la Lengua Española, sino en llenar de un renovado espíritu luchador aquel estamento etéreo que, empecé a entender, debía pasar a ser una fuente de revolucionarias ideas para que todo significado conllevara una pequeña trasformación de la sociedad. De pronto, comprendí que aquel era mi destino, miré al veterano guardián y no hizo falta más, una socarrona sonrisa emergió en su otrora gesto adusto.
- Muy bien, joven ¿Cual será su primer pleito?
- Pasemos de nuevo a la sala -le dije mientra comenzaba a acomodar mis brazos dentro de la bata-. Mire allí, sobre la entrada.
Aquellos destellos violetas que yo enseguida identifiqué, comenzaron a desvanecerse para dar paso a un verde intenso, brillante; un verde inequivoco que aquel viejo cancervero de la Lengua tambien supo identificar. Así me lo hizo saber con una mirada de sus ojillos vidriosos que, esquivando las pequeñas gafas, atravesó nuevamente mi espíritu.



 

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