viernes, 30 de noviembre de 2012

PELIGRO SOCIAL

- Pues que quieres que te diga, a mí me parecían normales -insiste Andrés desde el interior del quiosco-; es más, él me era bastante simpático.
- Ya, ya, simpático. Para que te fíes -le contesta Esteban mientras ojea el Marca.
- Hombre, conmigo no se portaba mal. Compraba el periódico todos los domingos, y si venía con su chico pequeño le cogía alguna revista de esas de naturaleza.
- Ya me contarás, pobre chaval -dice Esteban sin parar de pasar las hojas del periódico deportivo con displicente atención, como si cumpliera con la obligación de revisar el BOE-. Como no cambien de barrio…, seguro que se mudan, cuando paguen lo que marque la justicia por el problema que se han buscado se mudarán. Si no, ese chico será el hazmerreir del barrio toda su vida.
- Hombre, no será para tanto.
- Huy que no, te lo digo yo que de eso entiendo un poco -Esteban cierra el Marca con energía y lo deja donde lo cogió- Me marcho, que termina el recreo y tengo que seguir domando a estos fieras.
Por el camino se da de bruces con la farmacéutica, a la sazón, madre de uno de sus alumnos.
- ¿Adonde vas con tanta prisa, Tere?
- Voy al banco, tengo que hacer el ingreso para la excursión del niño. Me tengo que ir rápido que he dejado a la chica sola en la farmacia. Pero mira, me viene bien encontrarte aquí. Quería preguntarte por los chicos del colegio.  ¿Qué tal han aceptado lo de…? -Tere ladea la cabeza en un gesto mudo de complicidad.
- Bien, no te preocupes. Los chicos asimilan todo rápidamente, vosotros en casa no le deis demasiada importancia. Lo peor se lo llevará el pequeño de ellos; aunque, me parece que ese ha salido al padre.
- Hay que ver… Bueno, te dejo que llevo prisa.
Tere reanuda su camino con pasos cortos pero rápidos. Su bata blanca y los zuecos de sanitario le confieren un aire de emergencia que sus vecinos no dudan en atribuir y ella en aprovechar.
- Pasa, pasa, que tendrás prisa -le dice doña Julia que espera en la cola de la caja del banco.
- Pues sí, muchas gracias, porque he dejado a la chica sola en la farmacia y… Toma -le dice a la cajera-, es para lo de la excursión del colegio.
- Huy, ¿tu hijo también va? Pues acaba de hacer el ingreso la madre del niño ese de… Te has enterado, ¿no?
- Sí, sí, ya sé. Pues acabo de hablar con el maestro. Una pena, pero por lo visto toda la familia es igual.
- Que barbaridad, que pena. Fíjate, pues la chica mayor parecía más normalita.
- Que va, todos iguales. Si es que eso se mama en la casa y después… Bueno guapa me voy que tengo la farmacia con la chica sola y…
Sale del banco con el mismo aire de emergencia social con que entró y dirige sus pasos cortos pero rápidos hacia su farmacia. Ocupa su puesto en la caja del banco doña Julia.
- Hola guapa. Toma, actualízame esta cartilla y saca de esta otra cincuenta euros -le da las dos libretas como si del mapa de un tesoro se tratara, con la cautela que la desconfianza provee-. Ya he oído lo que te decía Tere, madre del amor hermoso, que locura. Pues mi marido coincide con él en el garaje y me ha dicho que no había notado nada, pero vamos, ni por el forro, nada de nada. La chica sí, esa era compañera de mi José en el instituto, y él dice que de pequeña ya era rarita.
- No sé. A mí me da un poco de pena, los pobres…
- ¿Pobres? Hay hija, menudos…
- ¿Sabe usted quien lo descubrió? -le pregunta la cajera mientras sigue imprimiéndose la actualización de la libreta.
- Creo que su vecino, el de arriba. No me hagas mucho caso, pero creo que es guardia civil, de esos de los delitos raros. No es que yo esté muy enterada pero, hace ya dos años, cuando se ganó la Copa de Europa, empezó a sospechar. Me ha parecido oír que su hijo pequeño, el del guardia, es compañero de colegio del pequeño de “estos” y le contó a su padre que el vecino no se había enterado de nada de lo de la Copa, y no sólo eso, si no que además, “no le importaba un pimiento”, le dijo la criatura; claro, lo que escuchan en casa lo repiten como loritos. No estoy segura, pero me pareció entender que él dio parte inmediatamente a sus mandos, pero le dijeron que de momento no actuara, que mejor les iban a dar un poco de margen para ver si les conducían a alguna organización más importante. Después, se ve que él tomó confianza y un día, en el bar, se bebió un par de cervezas, se le calentó la boca, y empezó a hablar del tema con Fabián, que por lo visto es de su misma cuerda.
- Hay doña Julia, que ya me pierdo. ¿Quién es Fabián?
- Sí mujer. No me hagas mucho caso, pero creo que es el chico este regordete y un poco calvo que trabaja en el ambulatorio y tiene un niño rubio de dos años clavadito al frutero, que su mujer trabaja en el Ministe…
- ¡Ah, sí, sí! Ya sé quien es -ataja la cajera- ¡¿Ese también…?!
- Sí hija, sí. Bueno, es lo que dicen, yo no se si…
- Ya, ya. Claro, lo que dicen.
- Pues eso, que alguien me comentó que cuando lo del Mundial ya no pudieron dejar pasar más tiempo y fueron a por él.
- Madre mía, y lo detuvieron, claro.
- Claro, pero sólo para interrogarle. Creo que ya anda por la calle como si tal cosa. Si es que aquí sólo viven bien los sinvergüenzas.
- Madre mía, es que no te puedes fiar de las buenas pintas. ¿Y qué ha alegado para justificar tal actitud?
- Bueno, ya sabes, lo de siempre: que es verdad que no le gustaba el fútbol pero estaba en tratamiento, que a cambio los niños practicaban judo, que pagaban el Canal Fútbol religiosamente… Te puedes imaginar: todas las mentiras que se le ocurrían.
- Pues que quiere que le diga doña Julia, tiene usted razón, tenían que encerrarle para toda la vida; pero no sólo a él, a los cuatro, que si no luego eso empieza a corromperse.
- Pues eso hija, para toda la vida.

Por Diego Pérez

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domingo, 18 de noviembre de 2012

BERTA SE DESPIERTA

                                                                   cuento en homenaje a los matrimonios constitucionales
Berta se despierta y nota su culo frío y mojado. Pasa su mano por la sábana y descubre que ha vuelto a ocurrir lo mismo que ayer y que antes de ayer: otra vez se ha hecho pis en la cama. Al ratito de despertarse entra en la habitación su papá Ángel, enciende la luz de la mesilla y se agacha para dar un beso en la frente a Berta.
- Vamos dormilona. Arriba, tienes que desayunar para ir al cole.
Berta se le queda mirando sin decir nada, pero con los ojos muy abiertos. Su papá Ángel enseguida nota que algo no va bien.
- Vamos Berta, ¿no me has oído? -dice su papá Ángel mientras levanta un poco la sábana y palpa el interior de la cama con la mano. Berta cada día está más convencida de que su papá Ángel es adivino- Vaya, otra vez. Venga, date más prisa que tendré que ducharte. ¿Hoy quién ha sido, el oso Berto o la muñeca Bertita?
Berta sonríe y con el embozo de la sábana se tapa la risilla que le entra cuando se pone nerviosa al decir alguna mentirijilla.
- Ha sido Bertita -contesta con la boca tapada con la sábana.
- Pues esta noche tendremos que contar un cuento más largo para que duerma más tranquila y no se haga pipí, ¿vale?
- Vale -contesta Berta mientras se levanta y sale corriendo hasta el cuarto de baño.
Cuando termina de ducharse ya huele a tostadas. Después de vestirse, sale corriendo hasta la cocina, tiene hambre y hoy su papá Rubén le ha preparado el desayuno que más le gusta: tostadas con mermelada de fresa; además, la mermelada también la hace él. Las tostadas de papá Rubén son las mejores de todo el mundo, y las rosquillas de papá Ángel, también. Berta sabe que tiene mucha suerte con los dos papás que tiene y piensa que es una pena que tenga que decidirse por uno de ellos, los dos le gustan. Pero Ane, su compañera del cole, se lo ha asegurado una y mil veces: “Les van a prohibir estar casados y, sobre todo, que tú vivas con ellos”. A Berta le da un poco de vergüenza preguntárselo a sus papás; bueno, vergüenza y miedo, por si le dicen que es verdad, que tiene que elegir a uno de los dos. De momento prefiere no pensarlo. De todos modos, es muy raro que sea verdad, sus papás siempre le han dicho que nunca le mentirían. Incluso cuando le contaron que tenía otro papá y otra mamá y que, aunque seguramente nunca les conocería, seguro que la querían, por lo menos, igual que ellos. Ese día también le dijeron que tenían que contarle una cosa muy importante y muy difícil de explicar, pero empezaron a contarle lo de los otros papás y al final se les debió olvidar contarle la cosa importante y difícil. Por eso, ahora pensaba que todo aquello que decía Ane era una tontería, ya se lo habrían dicho a ella sus papás.
- Vamos Berta, al cole. Hoy te acompañamos los dos.
“¡¡Bien!!” Piensa Berta. “Menuda cara pondrá el tonto de Andrés cuando me vea aparecer con mis dos papás de la mano. Él siempre dice que tener dos papás es imposible”.
Berta, por el camino hacia la escuela, va pensando cual de los dos papás le convendría; sabe que no va a pasar, pero no puede dejar de pensarlo, esas ideas le salen solas en la cabeza. Papá Ángel sabe a que temperatura exacta tiene que poner la leche, y sabe que tiene que dejar algunos grumos de cacao sin que se disuelvan. A Berta le encanta pescar esos grumos con la cucharilla. Papá Rubén se sabe muchos más cuentos que papá Ángel, y mucho mejores; además, papá Rubén es médico, él es quien sabe el jarabe que debe tomar cuando le duele la garganta o está tiritando de fiebre. Está hecha un lío, no sabe por cual decidirse.
Cuando se quiere dar cuenta, ya han llegado a la acera de la entrada de su cole. Enseguida coge a los dos de la mano, quiere que todos vean a sus dos papás y que Andrés y Ane se enteren de una vez. “Mirar, listos”. Piensa Berta mientras entra por la puerta del patio. “¿Veis como es verdad que tengo dos papás?”. Cuando está segura de que todos sus compañeros les han visto, suelta a sus papás de la mano y sale corriendo para colocarse en la fila de su clase. Abren la puerta del cole y todos van entrando, uno a uno. Berta se vuelve para despedirse de papá Ángel y papá Rubén y les ve que se quedan hablando con Mayte. Ella es su profe de toda la vida, desde que empezó a ir al cole, hace ya por lo menos medio año.
Están todos en la clase, y como Mayte se ha quedado en el patio hablando con sus papás, empiezan a alborotar y, en un santiamén, se monta un guirigay de mucho cuidado. Todos están chillando y Roberto, el más travieso de la clase, coge las tizas de la pizarra y empieza a tirárselas al resto de los compañeros. Él sabe que eso está muy mal, pero no le importa y sigue haciéndolo hasta que entra Mayte en la clase y le ve.
- ¡Roberto! -le grita Mayte cuando le ve- ¿Tú crees que eso está bien? ¡Al rincón de pensar!
Todos los demás salen corriendo para sentarse cada uno en su sitio, se colocan muy serios y callados. A Berta le entra la risilla tonta de cuando dice alguna mentirijilla y se pone la mano en la boca para disimular. A la profe enseguida se le pasa el enfado y empieza a colocar todos los papeles de su mesa sonriendo.
- A ver, chicos, ¿qué os parece si hoy hablamos de nuestras familias?
- ¡Siiii! -gritaron todos; bueno, todos menos Adela, que no debe tener familia o algo así. Berta oyó decir a dos cuidadoras del patio que su papá y su mamá habían salido de viaje en el coche para ir a casa de su abuela y que nunca llegaron. Debieron perderse por el camino.
“Que casualidad”. Piensa Berta. “Justo el día que me acompañan mis dos papás podemos hablar de nuestras familias. Se van a enterar Andrés y Ane”.
- Veamos -dice Mayte- ¿Alguno sabría decirme cuantos tipos de familia puede haber?
Ninguno levanta la mano. Mayte se queda mirándoles un ratito y después se sienta en su mesa.
- Veamos, primero os cuento cómo es mi familia y después vosotros me contáis cómo es la vuestra. Yo soy la mayor de cuatro hermanos, somos tres chicas y un chico. Mi papá murió de una enfermedad en los pulmones, por fumar mucho; ahora está en el cielo. Una de mis hermanas está casada, pero no quiere tener hijos; la otra no está casada, pero tiene muchos amigos y dice que no quiere casarse; y mi hermano está viviendo con su novia y tampoco tiene hijos.
- ¿Y tú? -le pregunta Roberto desde el rincón de pensar.
- Siéntate ya en tu sitio, anda. Yo no estoy casada, pero tengo un hijo guapísimo. En fin, tengo una familia normal. A ver Estefanía, y tu familia, ¿cómo es?
Estefanía, que es un poco vergonzosa, primero se pone colorada y después está un buen rato diciendo: “pues, pues, pues…”. Hasta que Mayte le dice que conoce a su padre y a su madre y que son muy simpáticos. Estefanía dice que sí, que son muy simpáticos, y nada más. Después Mayte le pregunta a Ane cómo es su familia.
- Pues mi familia también es normal. Aunque mi mamá dice que papá algunas veces es insoportable, pero también me dice que tengo que quererle mucho. Y yo le quiero mucho, porque casi todos los sábados me lleva al cine o a dar un paseo y a comprarme algún helado; además, su novia es muy simpática y me regala muchas cosas y se llama Julia.
- Muy bien, Ane ¿Y la tuya, Andrés?
- Pues la mía también es normal. Como mi mamá trabaja en el hospital muchas noches, casi siempre vivo con mi papá; pero, los hijos de su mujer son muy simpáticos, y yo juego mucho con ellos.
Berta pensaba que a ella nunca le iba a preguntar. Quizá tuvieran razón Ane y Andrés, quizá su familia no era normal.
- Muy bien, Andrés ¿Y la tuya, Berta?
“Por fin”. Pensó Berta “Creía que nunca me preguntaría”. Al principio se puso un poco nerviosa, pero enseguida supo qué contestar.
- Pues mi familia también es normal. Mi papá Rubén es médico y hace las mejores tostadas de mermelada de fresa del mundo y además se sabe muchísimos cuentos, y mi papá Ángel tiene una tienda de zapatos y hace unas rosquillas de anís riquísimas, y sabe dejar muchos grumitos de cacao en la leche -entonces Berta se calla un poco, pero enseguida sigue hablando de sus papás, sobre todo quiere decir lo que a ella más le preocupa ahora- Ellos están casados, pero no sé si podrán seguir siendo mis papás.
- ¡Pero Berta! ¿Por qué dices eso? -le pregunta un poco alarmada Mayte.
- Porque como son dos chicos, a lo mejor no les dejan seguir siendo mis papás.
- No, Berta, eso no tiene nada que ver. Lo importante es que ellos te quieran y que tú seas feliz con ellos ¿Tú eres feliz con ellos?
Berta mira a sus dos compañeros Ane y Andrés con un poco de recochineo, y con la voz muy alta contesta a Mayte.
- Sí.
Así se pasa la mañana en un periquete, todos los niños de la clase cuentan cómo es su familia y resulta que todos tienen familias normales. Incluso Adela, que vive con sus abuelos hasta que algún día regresen sus papás.
El resto del día es muy normal para Berta: se come más de medio puré de verduras, el otro medio se lo perdona papá Rubén a cambio de tres trozos más de tomate de la ensalada; después, se come dos trozos de pescado, pero se lo come sin rechistar, por que sino, se queda sin el postre de arroz con leche que le ha hecho su abuela Begoña. Después: juega, merienda, juega, cena, juega, se ducha y a la cama con Berto y Bertita. Papá Ángel le cuenta un cuento larguííísimo y Berta se duerme incluso antes de que lo termine.
A la mañana siguiente, Berta se despierta y toca la sábana, descubre contentísima que el cuento larguísimo de papá Ángel ha sido una solución estupenda: no se ha hecho pipí. Papá Ángel entra en la habitación y le da un beso en la frente.
- Vamos, arriba, al cole ¿Qué tal se ha portado esta noche Bertita?

Por Diego Pérez

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martes, 6 de noviembre de 2012

QUÍTESE LAS GAFAS DE NO VER

Hacía algún tiempo que venía advirtiendo molestias en la vista, pero todo el mundo me decía que era algo normal, que a partir de los cuarenta la presbicia empieza a hacerse notar. Lo cierto es que, al principio, sólo lo notaba cuando había mucho trabajo en la oficina; sobre todo a fin de mes, cuando ingresaban todas las nóminas y el banco parecía una estación del metro. Era entonces cuando aparecía esa especie de nube que distorsionaba mi campo de visión. Así estuve al menos de dos años, pero aquello cada vez iba a más. Empecé a sospechar que no eran los síntomas de una presbicia cuarenteña al uso. Mayte me decía que fuéramos a la consulta de un excelente oftalmólogo en el que toda su familia depositaba una confianza ciega, pero yo no hacía más que dar largas al asunto, hasta que un día me asusté de verdad. Fue uno de los primeros expedientes de desahucio que se tramitaron en aquella oficina. Se trataba de un matrimonio entrado en la cincuentena: después de no ser capaces de torear una racha de mala suerte, se vieron en la calle. El día que tuve que acompañar al director de la oficina al juzgado, cuando atravesamos el arco de seguridad de la entrada, me deslumbró una especie de fogonazo, como un flash que dejó en mi retina la impronta de unos niños malcomidos y malvestidos; demacrados y sucios: un espanto. Fueron sólo unos segundos,  pero más que suficientes para empapar mi alma de desolación y desasosiego. Cerré los ojos y sacudí la cabeza, cuando los abrí de nuevo todo había vuelto a la normalidad. Después, estuve unos cuantos días con el temor de que volviera a sucederme aquello; por supuesto, no le comenté nada a Mayte, sólo faltaba, no me hubiera dejado en paz ni un solo instante hasta que hubiera conseguido arrastrarme a la consulta de su oftalmólogo. Lo dejé estar e intenté olvidarlo sobrellevando las leves neblinas visuales; esas persistían a diario. Otro susto no tardó en llegar, pero este en el lugar más insospechado: en mi propio portal. Entré en él como todos los días, en torno a las tres y media de la tarde, vi a dos operarios de la compañía eléctrica precintando un contador, el del tercero C, Roberto y Tina. Pensé que se habrían mudado y que habrían dado de baja la luz; pero entonces llegó el segundo fogonazo, otro flash que marcó una nueva impronta en mi fondo de ojo. Este fue mucho más escalofriante que el anterior; en este vi claramente el rostro de tres niños llenos de mugre, arrinconados entre una maraña de cartones y trapos, hundidos en el fondo de un callejón. Eran los hijos de Roberto y Tina. Me miraban con ojos tristes, doloridos, ojos de desamparo. Aquella visión no la resistí, cerré mis párpados con fuerza y agité la cabeza. No podía ver aquellos niños así, eran los amigos de mis hijos, sus compañeros de clase, de juegos, y lo serían de las confidencias adolescentes. Imaginarles en aquella situación fue un choque emocional demasiado fuerte. Cuando entré en casa le pregunté a Mayte si sabía algo de nuestros vecinos.
— No, la verdad es que últimamente he visto a Tina muy seria, y Roberto tampoco es el mismo desde que cerró su empresa. No sé si subir y preguntarles…
— ¡Anda ya! Qué vas a preguntar tú a nadie. Serán tonterías mías.
Mayte calló y se quedó mirándome fijamente.
— Lo que tenías que hacer es ir a la consulta de don Laureano -dijo finalmente.
Decidí plegarme a su insistencia, consideré que quizá Mayte tuviera razón, quizá debería ir al oculista, aquello empezaba a sobrepasarme. Cada vez eran más los vecinos del barrio que proyectaban en mi retina sus desesperadas situaciones.
Por fin llegó el día de la consulta. Don Laureano aparentaba tener más de setenta años, diría que quizá llegaba a los ochenta. Sin embargo, su porte era el de un tipo enérgico, decidido a seguir aprendiendo en un oficio del que debía conocerlo todo. Su pulso firme; una voz ronca, autoritaria al tiempo que amable; las arrugas de su cara: surcos que la sabiduría fue excavando. Todo ello le procuraba una especie de halo docto que ofrecía de él la imagen de un hombre sabio y bueno.
— Siéntese —me dijo don Laureano cuando entré en aquella sala con las paredes preñadas de imágenes de ojos diseccionados en los ángulos más inverosímiles. Tenía también el típico luminoso con el abecedario, una vieja estantería repleta de libros antiguos, una extraña caja metálica repleta de botones junto a su mesa y algo que me asombró mucho por lo aparentemente inconexo con el decorado que se le supone a una consulta oftalmológica: una vitrina repleta de artilugios antiguos y algo extravagantes: un viejo revolver oxidado, un casco militar (quizá de la II Guerra Mundial), un molinillo de café con la manivela rota, una pluma estilográfica antigua, varios juegos de llaves de automóviles, el velo de un traje de novia… “¡¿El velo de un traje de novia?!”, pensé mientras, con cierto recelo por dar la espalda a aquella vitrina, tomaba asiento en un butacón reclinable.
— Veamos, veamos, veamos… ¿Qué le ocurre, amigo? —me preguntó con tono neutro.
Yo no sabía como explicarle lo que me pasaba. Pensaba que si le decía lo que de verdad me ocurría, me tomaría por un loco o por un hipocondríaco con ganas de llamar la atención.
— Pues, es algo raro..., es como si viera una neblina muy deslumbrante, como si recibiera un fogonazo de luz que distorsionara mi visión.
Don Laureano succionaba sin parar una pipa, naturalmente vacía, en cuya enorme cazoleta se podía ver tallado un compás y una escuadra, en clara alusión a la simbología masónica; entretanto, parecía escuchar con atención lo que yo trataba de explicarle. Lo hacía con gesto meditativo, como si en realidad estuviera reflexionando, por lo menos, sobre el inicio de la civilización occidental. Después de unos breves instantes de silencio, levantó su nívea cabeza y, mirándome a los ojos, me lanzó una pregunta que a mí se me antojó casi impertinente.
— Bien, bien, bien… Veamos, amigo. Se considera usted de derechas o de izquierdas.
— ¿Cómo?
Don Laureano hizo un leve gesto de incomprensión y, abriendo un poco sus manos al tiempo que arqueaba las cejas, repitió la pregunta.
— Que si se considera usted de derechas o de izquierdas. Entiendo que la cuestión no es sencilla, pero sí clara, ¿verdad?
— Sí, sí, disculpe. Pues... yo soy apolítico.
— Bien. Entonces, ponemos una equis en el Valencia - Español, ¿no?
¡¿Estaba rellenando una quiniela mientras me pasaba consulta?! Aquello terminó por descuadrar mis esquemas. Yo no sabía qué debía hacer. Por lo visto, aquel don Laureano era una eminencia, pero yo, dentro de mi ignorancia oftalmológica, diría que estaba tomándome el pelo. Apretó uno de los botones de aquella extraña caja metálica y continuó como si nada.
— Bien, bien, bien… Veamos joven. ¿Y qué más me cuenta?, además de esos fogonazos de realidad futura que su imaginación le impronta en la retina. ¿Ve algo más extraño?
Volvió a sorprenderme, yo aún no le había dicho nada de las imágenes que se me representaban; sin embargo, don Laureano había dado en el clavo al describir mi problema visual como “fogonazos de realidad futura”. Otra vez dudé que contestarle.
— Pues..., que cada vez son imágenes más realistas y con mayor dramatismo.
— Bien, bien, bien... Entonces, marcamos a la izquierda en el Barcelona - Sevilla. Un uno, ¿verdad?
Yo asentí ante lo insólito de la situación. Se giró de nuevo hacia su caja metálica y apretó otro botón. Estuve tentado de levantarme e irme a la calle justo cuando fue él quien me ganó la iniciativa. Se levantó con una agilidad impropia de su edad y se dirigió hacia una estantería repleta de libros antiguos que tenía a su espalda.
— Veamos, veamos, veamos… —decía mientras paseaba su dedo índice por el lomo de unos tomos rancios que yo antes imaginé de atrezo— Este nos puede servir: “Oclusión o variación de la realidad por fluctuación cromática”. Hay quien asegura que don Pedro Calderón tomó como referencia este libro para decorar su: “La Vida es Sueño”, pero yo no lo creo. Si hubiera sido así, no habría titulado su obra de ese modo. “El destino está en el iris”, hubiera sido más acertado, ¿no cree, joven?
Yo, ni creía, ni dejaba de creer; lo que quería era que don Laureano me graduara la vista de una santa vez y poder salir corriendo de allí sin ganarme los reproches de Mayte, que esperaba fuera de la consulta.
Mientras don Laureano ojeaba el libro con fruición y continuaba apretando botones en su caja “mágica”, yo admiraba el laborioso labrado de la cazoleta de su pipa que continuaba succionando con vacuo deleite.
— No, no; no crea que yo soy masón, joven —dijo mientras tomaba algunas notas—. Esta pipa me la regaló un antiguo paciente en agradecimiento al tratamiento que le administré para curar una dolencia rarísima. Aquel pobre hombre veía a un extranjero en cada persona que se cruzaba con él; hasta el punto que a sus propios hijos pretendía desterrar de España. Era un hombre muy influyente. De no haber sido por aquel tratamiento que yo le procuré, media España estaría hoy en Francia o Portugal, menudo era. Bueno, esto ya está —dijo mientras cerraba el libro y presionaba el botón más grande de aquella extraña caja—. Sólo tiene que elegir la montura que prefiera, los cristales de las gafas estarán listos en menos de diez minutos.
— Pero… ¿y los ojos? Me tendrá que mirar los ojos, ¿no?
— Ah, sí, sí, sí, hijo, claro, por supuesto. Es que tiene uno tantas cosas en la cabeza…
Don Laureano se aproximó al butacón en el que yo estaba sentado, agachó su cara hasta situarla justo frente a la mía y dio su veredicto.
— Sí, sí, hijo, muy bonitos sus ojos; un iris precioso, que mezcla de colores tan armónica.
Aquello ya pasaba de castaño oscuro, definitivamente me estaba tomando el pelo, pero yo me armé de paciencia y decidí que tenía que seguir con aquella farsa, aunque sólo fuera por Mayte: la pobre había puesto todo su empeño en que viniera a este… ¿oftalmólogo? No quería defraudarla.
Por supuesto, me dispuse a escoger la montura más barata; total, para tirarla al cabo de un rato no quería gastarme mucho dinero. Pero otra vez se anticipó a mí don Laureano.
— ¿Por qué no coge otra montura un poco más elegante? Sé que está pensando que tirará las gafas en cuanto salga de aquí, pero yo le aseguro que las llevará puestas con mucho agrado el resto de sus días. Eso sí, deberá hacer caso de mi consejo.
— Claro don Laureano, no se preocupe que haré caso de su consejo —le contesté con el mayor de mis cinismos— ¿Y cual es ese consejo?
— Luche contra la indiferencia. Recurra a la empatía en sus actos más cotidianos y lo que vea con las gafas terminará por no ser cierto. Nada más.
Una vez tuve las gafas preparadas, le pregunté a cuanto ascendía la factura y si podría pagarla en dos plazos.
— No, no, no, joven. Usted no tiene que pagarme nada. Si lo estima necesario, puede regalarme algún objeto que usted no utilice y lo colocaré en la vitrina.
Nuevamente consiguió sorprenderme aquel hombre; pero enseguida pensé que su engaño había sido tan burdo, que le dio vergüenza intentar estafarme económicamente. Por darle gusto, me coloqué aquellas gafas de vidrios coloreados y salí de la sala de consulta para dirigirme al recibidor donde debería esperarme Mayte. En su lugar había una pobre mujer con la cara demacrada de sufrimiento y con unas profundas ojeras, sentada junto a un chiquillo claramente desnutrido, con las ropas raídas y los bajos de los pantalones a cuatro dedos de unas zapatillas desvencijadas.
— Disculpe ¿Ha visto si ha salido fuera una señora que esperaba aquí?
— ¿Pero qué dices? Ay, de verdad, cada día estás más tonto —gruñó Mayte mientras se levantaba con el pequeño de sus hijos cogido de la mano.
      
 Por Diego Pérez

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