El
bip, bip, bip de cada mañana le arranca de sus cada día más desasosegantes
sueños. Abre sus ojos y la negrura perdura. Son ya cerca de tres meses, pero
aún no se acostumbra a su nueva realidad. Una mañana más no sabe donde está; desde
luego, aquella no es la habitación de su casa. Hasta que no termine de
recuperar algún retazo de consciencia no abandonará su habitual turbación
matutina. Por fin, recuerda que junto al cabecero de la cama hay un interruptor
que dará paso a la macilenta luz que romperá el negro que le rodea. Renace a
sus ojos el parco mobiliario que colma la pequeña sala: una esquelética
estantería que, vacilante, sostiene a duras penas todos los enseres con los que
compartiría el resto de sus días; una pretenciosa silla con algo parecido a dos
reposacodos y una tabla soportada por cuatro palos con aspiraciones de mesa.
Una
infinita congoja recorre su alma cuando recuerda sus días pasados, aquellos en
que todo el mundo veía en él a un tipo feliz. Tuvo que deshacerse de su antigua
casa, allí se crió y vivió los mejores años de sus padres; también se desprendió
de la hectárea larga por la que su abuelo paterno se jugó la vida en guerra;
toda la plata de su madre; la gran colección de monedas que su padre atesoró
durante sus largos años de trabajo en la pequeña tienda de filatelia que
regentaba… Tuvo que vender todo su pasado, pero la causa no podía ser más
noble: todo lo hizo por amor.
Recuperada
su vigilia se levantó con ánimos renovados, con un par de pasos tambaleantes,
se acercó a la estantería-ropero. Hoy quería sorprenderla, sospechaba que hoy
sería un día especial y no quería dejar pasar la oportunidad de ahondar más en
el cariño que sabía correspondido.
Sánchez
eligió la camisa azul celeste que tanto le gustara a su madre para combinarla
con una americana de cuadros marrones perfilados con finas hileras de rojo y
amarillo, los pantalones caqui eran incuestionables en perfecta combinación con
una corbata verde primavera.
Para
todo el que no conociera bien a Sánchez, su aspecto exterior podía parecerle
grotesco, pero aquel que tenía la suerte de conocerle en profundidad sabía que
lo chocante de su aspecto era proporcional a la bonhomía que desprendía su
personalidad; de esta circunstancia sacaban buen provecho no pocos de un
entorno de amistades cada vez más reducido, en los últimos tiempos ya casi
nadie mantenía relación con un Sánchez cada vez más hosco y huraño.
Después
de un desayuno inexistente por exceso de frugalidad, dejó la taza de la
infusión de manzanilla en el fregadero y tomó las llaves de su viejo Cadillac.
Esta fue, bajo su criterio, una de las adquisiciones más afortunadas de su
vida, consumía cerca de veinticinco litros de combustible a los cien
kilómetros, lo que le permitía visitar la estación de servicio con una asiduidad que colmaba sus anhelos de
amor.
Tomó
la N-I y la ilusión invadía su ánimo, como cada mañana. Cincuenta kilómetros
serán suficientes, pensó. Un repostaje de quince o veinte litros le permitirán
repetir hoy la operación no menos de tres veces.
Accionó
el intermitente y el tic tac del indicativo se acompasaba con el galopar de su
corazón; sudor en sus manos; la boca seca; un extraño zumbido atronaba en su
cabeza a medida que se aproximaba al surtidor. El cuatro, tenía que ser el
cuatro; ella estaba allí, eterna, siempre esperándole con la dulzura que le
enamoró.
Descolgó
la manguera e hizo el primer repostaje de la mañana: veinte litros de gasolina
de 95. Se acercaba el momento que cada día le hacía estremecer; el vello erizado,
el pulso tembloroso, casi no atinaba a colgar la manguera del surtidor número
cuatro…, no era dueño de sí. Entonces apareció aquella voz sensual por la que
toda su vida cambió: “Sin mover su vehículo pase por caja. Muchas gracias y
buen viaje”.
Sánchez
miró fijamente al surtidor y contestó lo único que pudo: “Muchas gracias a ti,
mi amor”.