Dádivas, regalos, presentes, obsequios…; incluso ofrendas, pero nunca cohechos. En la deferencia que los doctorandos suelen tener con sus directores de tesis nunca se debe buscar intención aviesa, nunca un propósito que no sea el de agradecer, de un modo más o menos explícito, la atención prestada y fomentar la buena camaradería entre futuros compañeros de fatigas docentes. Pero en esto, como en casi todo, siempre hay quien no sabe encontrar la fina línea que delimita el buen gusto de la ordinariez, lo desenfadado de lo grotesco, lo cómico de lo histriónico. Algo de esto les ocurrió a los protagonistas de este relato basado en un hecho real: una catedrática de Sociología y su circunstancial “cómplice”, también docente. De ellos omitiré cualquier dato que pueda identificarles; no porque incurran en culpabilidad alguna en el hecho que referiré, sino porque sus carreras son lo suficientemente serias y dignas de loa como para verse mancilladas por asusto sórdido alguno. A ella, para una más ligera factura del relato, le llamaremos Carmen; así, al resto de intervinientes, iremos poniéndoles nombres igualmente supuestos.
Llegó el día en que Carlos debía defender su trabajo de investigación frente al tribunal. Su tesis versaba sobre la capacidad persuasiva del lenguaje gestual cuando este se apoya en una autoestima estimulada por el uso de ropa interior rica en ornamento y oropel. Carmen accedió a tutelar tan pintoresca tesis por no hacer de menos al novio de una sobrina de su marido: Roberto; también entregado al mundo de la docencia, pero en una disciplina de la que el susodicho novio no podía sacar tajada alguna. Concluyó la exposición del doctorando de un modo que sorprendió gratamente a Carmen. Carlos estuvo realmente brillante en la defensa de su tesis. No en vano, la tradición familiar en el negocio de la venta al por mayor de ropa interior femenina, había formado su criterio en esas lides de un modo excepcional; tanto, que el resto de compañeros que formaban el tribunal felicitaron a Carmen con una vehemencia inusual por haber sabido encauzar de un modo tan sobresaliente, y expedito de grosería, un tema que podría adentrarse con facilidad en una procelosa senda hacia la vulgaridad. Aquello quedó como una anécdota más, digna de todo elogio, en el ya encomiástico currículum de Carmen, cuya veteranía estaba a punto de posarla en una merecida jubilación.
Los días continuaron sucediéndose con la normalidad que marca la vida académica: clases, alumnos, exámenes, algún cotilleo extrafacultativo… Es en este punto a partir del cual proseguirá nuestra historia.
El mensajero recalcó hasta la fatiga a María, la bedela de la planta baja, que era un encargo personal para la catedrática de Sociología y que bajo ningún concepto debería pasar por mano ajena a las suyas o las de la propia catedrática. Tan era así, que María tuvo que emplearse a fondo mostrando su lado menos amable para que el recadero cediera la responsabilidad de la entrega en ella.
- O me das la caja, o tú no pasas aquí por mis santos cojones -le indicó, quizá con exceso de celo.
El emisario, viendo que los atributos de María tal vez no cumplieran los cánones de santidad, pero sí desde luego los de bravura, cedió el paquete a la bedela no sin antes conminarla a firmar un albarán que María rompió delante de él. María era así. Tomó la caja y se dispuso a subirla al despacho que Carmen compartía con Simón, profesor de Historia de las Civilizaciones.
- ¡Alto ahí! -le gritó el jefe de bedeles desde la oficinilla que ocupaba junto a la puerta de entrada- Si subes al despacho de Carmen entrega esta caja a Simón, haz el favor. Ayer lo trajeron de Antropología como un encargo confidencial.
- Joder con los secretitos -espetó María con su sempiterno tono amable.
María, aunque gruñona, siempre atendía los requerimientos de los compañeros con una presteza que estos no elogiaban más porque su agrio carácter lo impedía. Tomó las dos cajas y se dirigió al ascensor rezongando para sí. Cuando entró al despacho de Carmen y Simón sólo estaba Rosa, la secretaria que ambos compartían.
- ¿No están la madame y el monsieur? -preguntó con tono irónico.
- Están reunidos -contestó Rosa con voz poco convincente.
- Pues aquí te dejo estas cajas, son para ellos. Esta es para Carmen y esta para Simón. No sé que coño llevarán, pero ten cuidado no se vaya a romper lo de dentro. Hija, lo han dejado con un misterio que…
Cuando salió María del despacho a Rosa ya se le había olvidado cual de las cajas era para quién, pero tampoco le dio demasiada importancia, a fin de cuentas, los paquetes que solían recibir no eran más que algunos libros de compañeros o copias encuadernadas de las tesis de los doctorandos. La mañana pasó sin más novedad; fue cuando Rosa estaba recogiendo para marcharse a casa, cuando entraron por la puerta del despacho Carmen y Simón.
- Estas cajas son para ustedes -dijo mientras cogía su bolso y se despedía.
Simón las miró sorprendido, hacía tiempo que esperaba con ilusión que su cuñado, encargado de mantenimiento en el Museo de Arte Precolombino de Cuzco, le enviase una pieza que, según un colega antropólogo, se trataba de una talla en madera de origen inca: el magnífico cetro de mando de algún cacique con la forma de un poderoso falo erecto.
Carmen no esperaba nada especial, quizá alguna caja de bombones que su doctorando, experto en ropa interior, hubiera tenido a bien mandar para deleite de la gente de su departamento. En cualquier caso, tenía un poco de prisa: Roberto, su marido, había quedado en ir a recogerla para comer juntos; le dijo a Simón que abriera las dos cajas mientras terminaba de consultar unos artículos en el ordenador.
Cuando María, la bedela, vio entrar a Roberto, supuso que iba a buscar a Carmen e inmediatamente recordó el recado de las cajas. Le faltaban aún quince minutos para terminar su horario laboral y pensó que sería buena idea acompañarle y cerciorarse de que habían llegado bien a sus destinatarios.
Simón arrancó el precinto con la impaciencia del niño que descubre un juguete, levantó la tapa de cartón y... Su cara se convirtió en un poema: decenas de trapitos de mil colores inundaban la caja; todos ellos dobladitos y colocados en fila con un escrupuloso orden cromático.
- Carmen, ¿esto qué es? -preguntó entre sorprendido y escandalizado.
La catedrática miró de soslayo la caja y al instante la remiró con sus ojos intentando salirse de su fisonómico receptáculo.
- ¡La madre que le pario! ¡¡¡Son bragas!!! ¡Ay, por Dios! Qué vergüenza. Pero, ¿ese chico está loco? ¡Ay, por Dios! ¿Y cómo me voy a casa con una caja llena de bragas? Mi marido va a pensar que la loca soy yo.
Tras muchos años de compartir despacho, ninguno de los dos tenía reparo alguno en hacer cualquier tipo de comentario por procaz o salido de tono que pudiera parecer a oídos extraños.
- Regálaselas al Excelentísimo y Magnífico, quizá le guste el detalle.
A carcajada batiente, Simón comenzó a manipular la otra caja seguro de que sería su anhelado falo inhiesto. Procedió a la rotura del precinto aún con más entusiasmo que con la primera y, efectivamente, bajo la tapa de cartón, se hallaba un formidable pene tallado en madera con inscripciones de simbología inca a su alrededor. Su tamaño, de al menos cuarenta centímetros, llamó poderosamente la atención de Carmen.
- ¡Vaya! Las mujeres incas no se andaban con tonterías. A ver, déjamelo un momento.
Simón estaba extasiado, tenía en sus manos una pieza de, al menos, ochocientos años de antigüedad. Se ladeó con intención de posarlo con mimo en las manos de Carmen, pero como no tenía ojos más que para el erguido miembro, tropezó con el cable del ordenador e intentó que la caída, ya inevitable, no afectara al cetro. El imponente badajo no sufrió daño alguno, pero todo lo que estaba posado en la mesa, incluida la caja llena de braguitas de colores, voló por el aire yendo a parar del modo más disperso posible por todo el despacho. Carmen se acuclilló para empezar a recoger bragas mientras reía de un modo espasmódico. Colocó aquel símbolo del poder masculino sobre el regazo de Simón que, sentado en el suelo, también reía mientras le colgaban bragas de las orejas. En aquel inoportuno momento, María abrió la puerta del despacho con su habitual brío, dándose la fatal circunstancia de que Carmen paró el empellón de la puerta con su trasero, yendo a caer de bruces contra Simón. La imagen que recibieron María y Roberto, fue la de Carmen tumbada a horcajadas sobre Simón mientras por su trasero sobresalía el bálano de madera y de la cabeza de Simón colgaban no menos de tres bragas con encajes rojos y fucsias.
- Quizá no llegamos en buen momento -dijo María buscando un agujero por el que pudiera tragarle la Tierra.
Roberto, con una gran retranca, fue menos velado en su comentario y con sonrisa socarrona tiró a dar.
- Carmen, intuyo que no es lo que parece, pero terminar rápido con la explicación, tenemos hora en el restaurante.
Lógicamente, aquello trascendió de un modo frenético. Todos y cada uno de los componentes de aquel universo académico, recibieron cumplida cuenta del loco proceder de Carmen y Simón. Naturalmente, nunca se creyeron la imposible explicación que quiso ofrecer Simón.
Por Diego Pérez
CAMPAÑAS CIUDADANAS Y RECOGIDA DE FIRMAS
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